lunes 11 de mayo de 2009
“El Chino”, un ser de otro mundo
El lugar de los sucesos: una comarca cacereña de Campo Arañuelo.
El testigo: Ismael Barbado Jiménez, la persona que gozó de un privilegio como pocos.
Fecha del testimonio: 14 de noviembre de 1987
Desarrollo de los sucesos:
Ismael Barbado Jiménez convivió alrededor de un mes, con sus días y sus noches, con aquel extraño personaje. La narración de los hechos fueron detallándose uno a uno, los mismos que se dieron en aquellas fechas de principios de los años cincuenta, cuando Ismael contaba con apenas 23 años.
“No supimos de donde vino, aunque él en una ocasión así creo que lo afirmó ante nuestra insistente curiosidad. La verdad es que sus rasgos eran extraños, como todo lo que hacía él. Tenía los ojos distintos, sí, quizá más parecidos al de los chinos, que aunque yo no había visto uno –dijo Ismael- sabía que los tenía como estirados hacia afuera. Luego, además, para seguir con la historia de su supuesta procedencia, nos dijo que se llamaba “Flor de Liz”, pero que, para pasar más desapercibido, entre nosotros había adoptado un nombre muy común: José.
Todo comenzó el día que yo fui en mi bicicleta a Navalmoral –contó Ismael-. Mi esposa estaba gravemente enferma del pulmón y me dirigía a la casa de una tía suya para informarle. Esta mujer sabía de una pensión donde se alojaba alguien que, según nuestra tía, tenía el don de curar”.
Cuando Ismael llegó a Navalmoral, comentó la desesperada situación a la tía de su mujer. Esta le dijo que esperara un instante y se retiró. Cuando volvió, venía acompañada de un hombre de unos treinta y cinco años, con barba, ojos rasgados y una gorra en la cabeza. Posteriormente, Ismael descubriría que aquella gorra tenía una función muy específica: la de ocultar una rizada melena color azabache de un brillo inusual. El de Millanes dice que siempre le recordó a Cristo, incluso con el paso de los años, cada vez que visitaba la iglesia “ver el crucificado y acordarme de “El Chino” era todo una”.
El desalentado esposo contó nuevamente la triste noticia de la desahuciada perspectiva de la mejora en la salud de su mujer, María Nuevo Bernal, según el médico que la atendía.
El extraño huésped se comprometió a visitar a la enferma y abandonó la estancia, dejando solos a Ismael y a su tía. Cuando estos se despidieron y salieron a la calle, el millanero se quedó blanco, como la pared que tenía en frente, al comprobar que su bicicleta, la que había comprado a plazos nada más hace una semana, había desaparecido. Lo inmediato que pensó era que aquel forastero se la había robado: “Lo admito, pensé mal acerca del recién conocido”, afirmó Ismael. El desdichado hombre decidió alquilar otra bicicleta para regresar a Millanes. Pedaleó todo lo que pudo ayudado por la rabia que sentía. Así, cuando divisaba la entrada de su pueblo, pudo ver que, precediéndolo, iba otro ciclista con una bicicleta que le resultaba familiar. Cuando le dio alcance, “El Chino” no le dejó hablar.
“venía usted pensando mal de mí. Creía que le había robado su bicicleta, ¿no es verdad?
“Es cierto, lo reconozco, he pensado que usted es un ladrón –asintió Ismael.
“Bueno, no importa, vayamos a ver a su señora –resolvió el extranjero.
Ismael advierte que tan solo con la presencia de “El Chino” en la habitación de su esposa ya se produjo algo sorprendente. La mujer pareció mejorar al momento.
“Tras observarla, el visitante pidió un atadero negro, más o menos de un metro –dice Ismael-. Le di una cinta de lo que llamábamos hiladillo, con las medidas que él había solicitado, y se dispuso a atársela a mi mujer, rodeando su tórax y pasándola por debajo de sus axilas. Dejó que pendiera un trozo al que no dejaba de exprimir y este de segregar un líquido blancuzco, que llegó a llenar hasta la mitad de un vaso –tras este proceso, la esposa de nuestro protagonista empezó a sudar copiosamente-. Entonces el extraño hombre de ojos rasgados dirigió su mano al bolsillo y extrajo una pequeña caja. De ella sacó una especie de algodones, los empapó en el flujo blanquecino del vaso y de nuevo los guardó en el recipiente de donde los había obtenido. Al tiempo comentó: “Esto me lo llevo para estudiarlo”.
Tras su visita, el hombre de las barbas emprendió su regreso a Navalmoral, acompañándolo, el de Millanes, que tenía que regresar con su bicicleta, quiso interrogarlo. Pero ocurrió algo que se convirtió en una constante en sus andanzas con “El Chino”. Antes de que Ismael formulara su pregunta, en el mismo instante en que iba a abrir sus labios, el recién conocido daba su respuesta: “No tiene solución, No puedo hacer nada. Su pulmón está lleno de grandes cavernas que me es imposible tapar. De cualquier forma –dijo “El Chino” veré que puedo hacer.
Por aquellos tiempos en los que José, como quería que le llamen, estaba tratando a la esposa de Ismael, la hermana de esta, Esperanza barbado Jiménez, a sus 29 años, se encontraba ingresada en el Hospital de Plasencia desde hacía mucho tiempo. Y fueron precisamente el desenlace y el proceso de esta nueva circunstancia los que hicieron que el concepto sobre la naturaleza de este inquietante personaje diera un giro y adquiriera una nueva dimensión. Posteriormente llegaría acontecimientos que apuntarían inequívocamente a corroborar la condición misteriosa que rodeó siempre a la personalidad de este “extraño”.
Hubo dos hechos en lo referente a la enfermedad de la hermana de Ismael, que a este le causaron la mayor de las perplejidades. En primer lugar, en su inicial encuentro en Navalmoral, “El Chino”, con un gesto de gran trascendencia, le dijo al de Millanes que le iba a mostrar algo sumamente maravilloso y extraordinario.
Entonces, lentamente, sacó algo de su equipaje que ocultó en su puño cerrado. Ismael, con un brillo especial en sus ojos, contó lo que ocurrió después.
“Cuando abrió la mano quedé ensimismado mirando aquello –prosiguió Ismael-. Se trataba de una extraña bola. Yo no había visto nunca nada igual. Poseía el tamaño de una canica y no tenía color, parecía de cristal. La dichosa esfera no dejaba de bailar en su mano que, extendida, la mostraba en la seguridad de que provocaría mi asombro. Después –continua-, estoy seguro que esto fue así, hizo que pareciera, con gran aspaviento, que el singular objeto se le resbalaba de la mano para caer al suelo. La bola se hizo “cuarenta cachos”, pero he aquí lo más fascinante: cada uno de esos trozos formó unas bolitas más pequeñas, algo parecido a lo que ocurre con el mercurio, pero a diferencia de este metal líquido, cada una de las partes tenía una consistencia sólida. “El Chino” las reunió todas en una bolsita y me las entregó, asegurándome que Esperanza, llevando aquello siempre consigo, sanaría su mal. Y así sucedió”.
“El Chino” convivía con ellos para vigilar la enfermedad de su esposa. José habitaba la casa vacía de la madre de María, Inés Bernal, que lindaba con la del matrimonio, comunicándose ambas por una puerta. Antes de amanecer, Ismael se levantó sobresaltado, por la noticia que recibió en la jornada anterior (que su hermana estaba grave y a punto de morir). Saltó de la cama y se dirigió al comedor y allí, sentado a la mesa, con un farolillo encendido, estaba el enigmático huésped. “Parecía –dice Ismael- que estuviera en la soledad de la noche, murmurando o recitando algún tipo de oración, en un extraño idioma que no entendía. Según me acercaba a sus espaldas el me dijo: “Su hermana está mejor”. No sé como lo hizo, si estaba en conexión con mi hermana a través de aquellas mágicas esferas, pero lo cierto es que mi hermana mejoró y se curó. Desde entonces ella no se desprendió de las “bolitas” que “El Chino” me dio”.
Facultades paranormales
En los días vividos junto a la familia de Ismael, el singular extranjero dio muestras de poseer múltiples y variados poderes. Así llenó de asombro a cuantos estuvieron cerca de él. De forma inexplicable, en varias ocasiones, hizo aparecer y desaparecer, en sitios insospechados, objetos de la más diversa naturaleza, a su antojo; en algunas de ellas, poniendo en evidencia y a prueba al bueno de Ismael, predijo situaciones que se cumplieron con una exactitud pasmosa; averiguó datos y acontecimientos de las personas que solo éstas sabían; cambió actitudes y pensamientos a los demás sin que mediara palabra entre ellos, tan solo con su mirada, etc.
Datos adicionales:
Este personaje iba envuelto debajo de sus ropas por una especie de soga muy apretada y con multitud de nudos. De vez en cuando, de forma esporádica, algún trozo con alguno de estos nudos caía al suelo. “El Chino” lo recogía, lo besaba y de nuevo lo tiraba, explicando que alguno de los enfermos tratados por él, había sanado.
Llevaba entre su equipaje dos largas trenzas, que llamaron la atención de Ismael. Según le dijo José, eran de él, pero se había visto obligado a cortárselas, porque entre los humanos llamaría mucho la atención.
Poseía unos libros repletos de raros símbolos que consultaba en sus largas noches de vigilia. A veces era él mismo el que hacía esas representaciones criptográficas en papel.
Este extraño personaje, en varias ocasiones decía que iba a hablar con “los hilos”. Salía de casa, se dirigía a las afueras del pueblo y allí, en el campo, tendía unos hilos y mirando al firmamento se comunicaba con “los de arriba”
Un tesoro
El asunto de la gallina:
“Yo tenía gallinas –comenzó a relatar Ismael- pero negra no tenía ninguna. Como el insistía que tenía que ser de ese color, conseguí al final una. La llevé a casa y la puse ante él. No transcurrió un segundo cuando José levanto su mano derecha y el animal cayó desplomado. Había muerto. Le dije que la pusiera en pié de nuevo, que la resucitara, que la gallina no era mía y que me vería envuelto en un problema. El me dijo que no podía hacerlo, que el animal en realidad se había muerto, que él no la había matado. Pues bien –dice Ismael- lo de la gallina venía encadenado al asunto de la existencia de un tesoro…
la expedición la formamos tres personas y “El Chino” –continúa Ismael-. Nos llevó una oscura noche de abril, aunque había un poco de luna, hasta el lugar donde decía se ocultaba el tesoro. A la luz de la linterna, nos adentramos en el olivar que él nos señaló. Y allí comenzó el ritual más extraño que yo había visto”.
Llegados a este punto, el de Millanes recordó que José llevaba un plano y destacó el peculiar nodo en que ese mapa se había confeccionado.
“Otras lindezas de “El Chino” era la de ordenarte ir por una cuartilla y un sobre al estanco cuando le querías hacer una consulta. La forma inmediata de proceder era la siguiente: él decía que introdujeras un sobre con la cuartilla en su interior dentro de la ropa, tocando su pecho. Tras esto, pedía que formularas tu pregunta, pero no a viva voz, sino para ti. Después le dabas el sobre con el papel dentro, él lo extraía y pasaba un producto, desconocido para los demás, sobre la carta en blanco e iban apareciendo las palabras de su respuesta concreta a la cuestión que habías pensado. Y fue de esta forma, precisamente, como me fue revelado el plano del tesoro.
El lugar señalado por el chino estaba frente a nosotros, y se nos pidió cavar justo allí. En principio, nos dijo José, encontraremos unos restos humanos, después aparecerá una losa que, al levantarla, pondrá al descubierto una culebra, y, con esta, el tesoro.
Comenzamos a picar y a los pocos minutos nuestro asombro fue superior. Comenzamos a sacar de ese agujero restos humanos, efectivamente allí había restos de alguien. No nos dio demasiado tiempo para reflexionar porque la escena siguiente fue más espectacular. Cuando empezamos a extraer las osamentas, José empezó a ponerse muy malo, y a hacer cosas extrañas. El sudor comenzó a brotarle copiosamente, se quitaba la ropa y decía sin parar: “Me muero, me muero, me muero…”. Así que lo tapamos todo de nuevo y “El Chino” se calmó. Luego nos dijo que porque nos habíamos detenido. Le conté lo que le ocurrió mientras hacíamos el trabajo. Nos dijo que eso no nos importaba”.
La comitiva, luego del percance, se alejó del olivar, caminaron de regreso al pueblo.
“A la noche siguiente acudimos nuevamente al lugar. José nos indicó que no hiciéramos lo de la noche anterior. Suceda lo que suceda, no debíamos detenernos, teníamos que seguir con nuestro trabajo. Ocurrió como en la noche anterior, extrajimos las osamentas y el hombre empezó a ponerse mal “Que me muero, que me muero, que me muero…” decía, mientras se desprendía de su ropa y se revolcaba entre los zarzales y espinos. Estábamos en lo nuestro, cuando de pronto, nuestros picos dieron con algo sumamente duro. Proseguimos apartando la tierra y descubrimos una sólida losa de piedra que tapaba el hueco que habíamos realizado. Una vez logramos romper la enorme plancha de granito a duros golpes de nuestras herramientas, pensamos que algo inimaginable nos aguardaba tras ella.
De pronto, la figura de aquel hombre dejó de retorcerse e irguiendo su brazo derecho hacia nosotros lanzó un tenebroso grito en el silencio de la noche oscura: “Quietos”. Cuando “El Chino” nos ordenó parar, no es que nos detuviésemos, no. Es que todo se paralizó. Era como si pararas la imagen de un video, pero con una salvedad, que uno de los personajes de la película continúa moviéndose mientras todo permanece estático. El que estaba con el pico alzado, así se quedó; e que llevaba la pala cargada de tierra para soltarla, se detuvo sin moverse, a medio camino; aquel que alumbraba el agujero seguía con la misma expresión expectante en su rostro de cera. Y mientras, “El Chino” se acercaba, con paso lento y bañado en sudor mezclado con lodo, hacia nosotros. Ya frente al hoyo, junto a aquellas estatuas vivientes, José pronunció: “¡Fuera, no se puede!”. En ese momento recuperamos la movilidad y salimos disparados como alma que lleva el diablo. Teníamos miedo de que “El chino” nos hiciera algo, incluso matarnos, pro él se quedó en ese lugar. Pensé que sus intenciones eran quedarse con el tesoro”.
Según Ismael, el extraño visitante les había indicado que la fortuna oculta debía ser sacada en el mes de abril, antes no se podía.
“A mí no hay quién me quite de la cabeza que aquello era peligroso. De cualquier forma yo fui en abril. Me “hinché” de cavar en el mismo lugar, pero allí ya no aparecían esqueletos, ni losa, ni nada. Todo un enigma".
“El Chino”, luego de esto, se fue, pero dejó una advertencia a Ismael: que se acordaría de él y que lo volvería a ver, pero cuando ocurriera esto último no podría tener un encuentro por que él desaparecería.
Todo se cumplió. El bueno de Ismael no ha pasado un día de su vida en el que no se acuerde del enigmático huésped que tuvo en su casa. Nada más marcharse, la esposa del millanejo murió. El tenaz aldeano viajó hasta Palma de Mallorca, empeñando sus ahorros ante grandes perspectivas de trabajo y dinero. La llegada a tierras baleares lo sumieron en la desilusión. Allí supo de algo inexplicable. Por el mismo lugar que el anduvo había pasado una persona, con las mismas peculiaridades físicas y de conducta que su singular amigo.
Ismael llegó a Madrid con la intensión de visitar a un familiar. Estando a punto de comenzar la marcha el autobús que había tomado, vio a “El Chino” cruzando la calle. Es extraño, pro no reaccionó con lo que sería el dictado de la lógica. No lo llamó ni se dirigió a él en un primer instante, sino que montó en el vehículo. Una vez que este se puso en marcha, el de Millanes se lanzó del autobús. Persiguió a “El Chino” a la carrera hasta casi alcanzarlo. Teniéndolo delante, el extranjero giró en una esquina. Cuando Ismael hizo lo propio se encontró con que no había ni rastro del “oriental”.
Jamás volvió a ser visto.
Fuente: "Huellas de otra realidad"; Gonzalo Pérez Sarró; editorial EDAF
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